Imágenes como ésta hay por millones en el mundo. Más allá de su inefable ternura, no solemos reparar en el inmenso poder de su símbolo. Sucede (nada menos) que de esta grácil y repetida escena depende que la humanidad alce vuelo o se interne otra vez en la selva (aunque esta vez sería mecánica). A partir de los ojos de nuestro chinito bien que nos hará recordar lo aprendido, incluso lo sabido. Y viene bien recordarnos que en el acto de mirar sacamos fotos . Fotos que de una en una guardamos en el íntimo álbum de la persona. Allí reside (y espera que lo alimentemos) el diccionario visual, que será para siempre la principal fuente de referencia de nuestro yo. Y la gruta sonora donde descansan nuestras palabras.
"La lengua es un ojo", anunció el poeta Wallace Stevens en el poema que trazó el camino de su estética. Aunque cueste racionalizarlo debemos al fascinante viaje de lo visto a lo hablado, el salto de la animalidad pura y estupefacta, a lo humano luminoso y nombrador. Miramos, y la lengua recurre (o la inventa si no existe todavía en el reservorio del idioma personal) a la palabra que permite distinguir lo mirado. Por eso resulta más fácil contar un libro que hemos leído que un programa de televisión que hemos visto. En el primero los ojos obtienen propias, per-so-na-les fotos del relato. Y las guarda en su memoria tanto racional como sensorial dándole vocablo propio.
Frente al televisor, en cambio, el fabuloso acto creativo que permite la lectura (o la visión serena de la realidad) se anula por el efecto imperativo del mensaje, que llega con velocidad de disparo y anula toda intervención soberana del ojo. Sólo le queda afrontar flashes que invaden su imaginario sin participación de su mirada. El abuso del consumo televisivo y la sujeción del ojo a juegos electrónicos de alta velocidad regresan así al hombre a su tiempo animal. Y puede que más lejos todavía. Existen monos que consiguen registrar y responder a más de 50 signos y señales. Y comprobado está que hoy hay muchos jóvenes que limitan su comunicación con toda la realidad que los circunda (y la interior que les bulle) con léxico que no pasa las 200 palabras.
Fue la lengua en curiosa relación con los ojos la que llevó al hombre a la aventura de imaginar y a dar con el fruto de la palabra. Los dedos, más tarde, en Lascaux, en Altamira, en tantas cuevas primitivas, oficiaron de pizarras donde se bocetaron las culturas por venir. Miles de años después Niepce imaginó incluso que llegaría un día "en que para fotografiar bastaría abrir y cerrar los ojos". Ya en la modernidad, bien se sabe, los copiones japoneses lograron comprimir tiempo y espacio y dar su copia al instante. Hoy, la erótica de la imagen es tan alta como la de la palabra. Quien está fascinado por una, sucumbe también ante la otra. Las cámaras vienen con fotógrafo incluido. Y con sonido. Al dar la imagen, dan una palabra. O la reciben, pues traen micrófono. Otro misterio que se muerde la cola.
Toda foto recoge la breve huella que nos tocó en un rincón de la Vía Láctea. De la cámara primera del cerebro de un dios salió la idea matriz que vale por miles de millones de imágenes. La gran foto del Génesis fue posible tras pulsar la frase "en un principio fue la luz". Y fue hecha. Aunque se repita hasta el cansancio, nunca es del todo cierto que una imagen vale por mil palabras. Pan , paz , amor , no necesitan de zoom ni de gran angular. Se ven al oírlas. En el sonido verbal respiran millones de imágenes que guarda la cámara oscura (o clara, según) del cerebro de cada cual. Seis palabras ("En un principio...") iniciaron la luz. Otras iluminan el rostro del niño que posa su mentón sobre lo ya escrito. Muestra la atención del descubridor. Está concentrado en su aventura de atravesar la todavía muda floresta que le presenta lo visible. Pero muy pronto su lengua mirará . Muy pronto.
Investigación realizada por :
Facundo Nuñez - Fernando Hurtado - Sebastian Lozada - Rodrigo Cabeza - Matias Staniscia
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